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Relación entre diseñadores y desarrolladores

Si has trabajado alguna vez en un proyecto digital, seguramente habrás notado esa tensión entre los equipos de diseño y desarrollo. 

No es casualidad. Durante años, estas dos disciplinas han evolucionado por caminos separados, creando una especie de abismo comunicativo que afecta directamente a los productos que creamos y a la experiencia de los usuarios.

Los diseñadores suelen ver el código como un obstáculo para su creatividad, mientras que los desarrolladores a menudo ven ciertos diseños como caprichos que complican innecesariamente su trabajo.

Esta división no es solo un problema de comunicación, sino que representa un desafío estructural en nuestra industria.

“Si no está roto…” —dijo el desarrollador, mientras el diseñador ya abría Figma 🎨💻

Una escena clásica: el botón lleva meses funcionando de maravilla, los usuarios lo pulsan sin dudar, y los tests de accesibilidad lo consideran casi un ejemplo de virtud digital. Entonces, el diseñador lo observa con esa mirada inquieta y lanza la bomba: “¿Y si le damos un aire más fresco?” 😬

El desarrollador, que ya le tenía cariño al componente, empieza a sudar. Sabe que esa frase inocente significa:

  • Actualizar tres archivos que ni recordaba que existían.
  • Romper media maquetación estable desde la prehistoria del proyecto.
  • Y posiblemente, debuggear durante horas por un padding maldito.

Ahora, no seamos injustos.

El diseñador no quiere arruinarle el día a nadie. Solo está intentando mejorar la experiencia, aportar valor visual, y quizá—sólo quizá—poner un hover que brille un poco más. Pero entre tanto entusiasmo estético y tanta estabilidad técnica, surge una verdad ancestral:

✨ Si algo funciona, ¡no lo toques! ✨

Mejor invierte esa energía en arreglar lo que  lo necesita: ese menú que se despliega cuando quiere, o esa fuente que parece sacada de un WordArt de los 2000. Así, diseñadores y desarrolladores podrán convivir en armonía… o al menos, no bloquearse mutuamente en Slack 😉.

Después de todo, en esta convivencia creativa, a veces el mayor acto de colaboración es saber cuándo decir: “Esto ya está bien así.” 

Ni más sombras, ni más animaciones, ni más clases CSS con nombres imposibles. Solo una pausa, un suspiro compartido… y un “gracias por no romperlo” que cruza la mirada entre el diseñador y el desarrollador como una tregua silenciosa. 🤝

Diferentes lenguajes, diferentes mundos

Una parte fundamental del problema está en la educación.

Durante años, las universidades y escuelas técnicas han decidido que lo mejor era poner a diseñadores y desarrolladores en edificios separados… probablemente para evitar discusiones sobre si el fondo gris era “demasiado frío” o si el sistema de diseño debía tener 48 componentes más. Así, el diseño acabó en escuelas de arte y el desarrollo en facultades de ingeniería o informática. Y cada cual salió hablando su propio idioma profesional, como si uno hubiera aprendido italiano y el otro klingon.

Los diseñadores hablan de equilibrio, ritmo visual, jerarquía o consistencia estética —palabras que suenan a ballet digital. Los desarrolladores, en cambio, lanzan términos como algoritmos, patrones de diseño de software, optimización de rendimiento y arquitectura de sistemas— que suenan más a manual de ingeniería espacial.

Y no, estas diferencias no son detalles anecdóticos. Son la base desde la cual cada profesional enfoca los problemas y defiende sus ideas. Como dijo con acierto Ludwig Wittgenstein: «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». En otras palabras, si uno dice “margen negativo” y el otro oye “¿negativo para quién?”, tenemos un problema.

Así que sí, diseñadores y desarrolladores habitan mundos conceptuales distintos. Y aunque ninguno gira alrededor del otro, lo cierto es que si no aprenden a construir puentes lingüísticos, terminarán enviándose memes en lugar de documentación.

¿Por qué se produce esta desconexión?

Para entender el lío actual entre diseñadores y desarrolladores, hay que subirse a la máquina del tiempo  y echar un vistazo al pasado. En sus orígenes, el diseño se hacía sobre papel, cartulina o cualquier superficie que no requiriera recargar el navegador. Era algo estático, cerrado, como un póster que nadie iba a tocar… a no ser que lo colgaran torcido.

Pero llegó Internet y, con él, el caos creativo. El «diseño final» dejó de ser final. De hecho, dejó de ser. Todo se volvió fluido, editable, animado, responsivo… e impredecible como una reunión sin agenda.

En los inicios de la web, los límites visuales estaban clarísimos (y bastante estrechos): HTML básico, tipografías sospechosas y fondos que dolían a la vista. No es que no se pudiera innovar, es que había que hacerlo con tablas y gifs de 3 KB. En ese contexto, el desarrollo tenía la sartén por el mango  y marcaba qué se podía hacer… y qué no.

Con el tiempo y la aparición de CSS más potente y JavaScript con esteroides, el diseño web dejó de parecer una tesis de informática de los 90. Las posibilidades creativas se dispararon 🚀. Pero —y aquí está el drama— los procesos no cambiaron. Seguíamos con el guion clásico: los diseñadores entregaban una propuesta preciosa en Figma, Sketch o en una servilleta digital, y los desarrolladores intentaban que eso funcionara sin que el navegador explotara.

¿El resultado? A menudo, una versión interpretada que no dejaba contento a nadie. Como una película basada en un libro… pero sin leer el final.

Impacto en la calidad del producto 

Cuando el diseño se hace con los ojos cerrados a la realidad técnica, y el desarrollo se enfrenta al diseño como si fuera un jeroglífico, el resultado es una tormenta perfecta de inconsistencias. Y no, no hablamos de ese botón que «casi» encaja. Hablamos de cosas que hacen fruncir el ceño al usuario sin saber muy bien por qué .

Estas pequeñas tragedias del día a día se manifiestan en formas variadas, como si fueran los siete jinetes del apocalipsis digital:

  • Diferencias visuales que hacen que el diseño implementado se parezca a la propuesta original… como una caricatura se parece a una foto carnet.
  • Comportamientos interactivos que prometen una cosa y hacen otra, como ese botón que parece clicable pero tiene alma de decoración 🪄
  • Soluciones técnicamente ineficientes, esas que hacen sudar a la CPU solo para mover un icono con estilo.
  • Problemas de accesibilidad porque nadie pensó que un lector de pantalla no es adivino.
  • Variaciones no planificadas entre dispositivos y navegadores, donde el diseño parece tener múltiples personalidades.

Según un estudio de Nielsen Norman Group (esos que saben de experiencia de usuario más que tu cuñado de fútbol), los usuarios sí notan estas incoherencias, aunque no siempre sepan explicarlas. Y eso se traduce en menos confianza, menos clics… y más suspiros desde el equipo de soporte.

Ineficiencias y ciclos interminables de revisión

En el mundo organizacional, esta desconexión no es solo un dolor de cabeza, sino una fuente inagotable de drama y retrasos. Los proyectos donde diseño y desarrollo viven en castillos separados suelen pasar por una serie de eventos que ya parecen un ritual:

  • Ciclos repetitivos de revisión que parecen una telenovela sin final, cuando la implementación no logra encajar con el diseño original 📺
  • Retrasos sorpresa cuando aparecen incompatibilidades técnicas a última hora, obligando a rediseñar cosas que ya creíamos enterradas.
  • Exceso de documentación, porque cuando no te entiendes, al menos puedes escribir mil páginas para intentarlo.
  • Tiempo perdido arreglando problemas que con un poco de charla temprana se habrían evitado (y todos podrían estar viendo memes en vez de corregir bugs) 🐞
  • Agotamiento del equipo tras pelear con las mismas cuestiones una y otra vez, al borde del “¿por qué no podemos simplemente juntarnos a hablar?”

Un informe de McKinsey calcula que hasta un 30% del tiempo total del proyecto puede evaporarse en estas ineficiencias comunicativas. Y en un mercado donde la rapidez es la reina 👑, perder ese tiempo es regalarle ventaja a la competencia.

Aprender el idioma del otro: conocimiento compartido 

Para que diseño y desarrollo trabajen en sintonía, necesitamos crear una base común de conocimiento que facilite una comunicación real y efectiva. No hablamos de que los diseñadores se conviertan en gurús del código ni de que los desarrolladores se vuelvan artistas del pincel, sino de que cada uno entienda lo suficiente del otro para evitar esos malentendidos eternos.

Para los diseñadores, esto implica:

  • Entender los conceptos básicos del desarrollo front-end 
  • Conocer las limitaciones y capacidades de las tecnologías web actuales 
  • Familiarizarse con diseño responsivo, accesibilidad y optimización de rendimiento 
  • Comprender cómo ciertas decisiones de diseño impactan técnicamente 

Para los desarrolladores, significa:

  • Aprender principios básicos de diseño visual y usabilidad 
  • Entender patrones de interacción y comportamiento del usuario 
  • Ser sensibles a la consistencia visual y los detalles de la interfaz 
  • Valorar el sentido detrás de decisiones de diseño que a simple vista parecen caprichos 

Con esta base común, se crea un “lenguaje intermedio” que convierte las discusiones caóticas en conversaciones productivas. Algunas empresas incluso lanzan talleres cruzados, donde diseñadores aprenden a manejar código básico, y desarrolladores asisten a clases de teoría del diseño. 

Así, poco a poco, la brecha se acorta y el café de las reuniones puede volver a ser solo café ☕.

Diseñadores piden “más bonito”, desarrolladores oyen “más trabajo”. ¡Toda una realidad!" 😂

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